¿Qué relación tienen las brujas con la arquitectura, la biología y el cine?

Mariposas, brujas, conjuros, doncellas y caballeros andantes
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Jue, 07/04/2022 - 11:55

El Servicio de Publicaciones de la UAB ha editado el libro Mariposas, brujas, conjuros, doncellas y caballeros andantes. El miedo en el cine, la arquitectura y otras manifestaciones culturales referidas al Antiguo Régimen, obra de la historiadora de la UAB Montserrat Jiménez Sureda. Comentando elementos arquitectónicos como los conjuratorios o esconjuraderos (pequeñas construcciones destinadas a conjurar las inclemencias del tiempo), episodios como el exterminio de mariposas esfinge por creer que eran la metamorfosis de una bruja y las visiones de la edad media en las películas de Ingmar Bergman y Mario Monicelli, el texto analiza la visión contemporánea sobre la edad media y la transmisión o continuidad de los miedos de la sociedad medieval a la actual.

La figura de la bruja, por ejemplo, no es más que «una entelequia creada por nuestro pensamiento como proyección de la parte más impresentable de nuestro yo. [...] Nuestros antepasados construyeron a las brujas para corporificar su miedo y después las destruyeron para exorcizar al mismo» (p. 40). Según Jiménez, «la creencia en las brujas formó parte del paradigma interpretativo (de la manera que tenían nuestros antepasados de explicarse el mundo que les rodeaba) durante una época de la historia» y, además, «se creyó en brujas al mismo tiempo en lugares vecinos y en lugares lejanos» (p. 39). Y explica que los lugares preferentes de la caza de brujas fueron zonas de montaña: los Pirineos, los Alpes o los Apeninos.

A las brujas se les atribuía «una preferencia por los maleficios meteorológicos que pudiesen arruinar cosechas y provocar hambrunas y calamidades» (p. 33). Para  responder con rituales en sentido inverso, jugaron un papel importante los comunidors, esconchuradores o esconjuradores, conocidos también como iglesias de clima, que se construían anexos a las iglesias y donde «el mosén ejecutaba una coreografía circular, hisopo en mano, conjurando a quienes causaban el daño y limpiando con las salpicaduras de agua bendita el aire que entraba por las aberturas laterales» (p. 33).

La autora relata también que nuestros antepasados mataban la Acherontia atropos —oruga esfinge o mariposa de la muerte, cuya imagen ilustra la cubierta del libro— porque creían que era la metamorfosis de una bruja. Según explica, «todo ayudaba a ello: es una mariposa nocturna, es grande como un gorrión, tiene una calavera en el dorso y, cuando se asusta, emite un sonido muy similar al grito áspero y doliente de una garganta humana» (p. 38).

La autora añade una reflexión sobre la dimensión política de la cuestión: «¿Fue casualidad que las persecuciones masivas de brujas florecieran —como las flores del mal— en épocas de crisis social a gran escala? [...] ¿En algún momento utilizaron los gobernantes a las brujas como cortina de humo para enmascarar los desafueros y desatinos de su gestión? ¿O para aplicar cualque máxima de Julio César —divide y vencerás— contra la cohesión comunitaria que amenazaba con desafiar su hegemonía?» (p. 40-41).

En la segunda parte del libro, Jiménez aborda las interpretaciones divergentes —trágica y cómica, respectivamente— de las películas El séptimo sello (1957) y El manantial de la docella (1960), de Ingmar Bergman, y La armada Brancaleone (1966) y Brancaleone en las cruzadas (1970), de Mario Monicelli. Ambos cineastas, desde estilos muy diferentes, «visitan en sus filmes todos los tópicos que han forjado nuestro encofrado arquitectónico cognitivo sobre el periodo medieval» (p. 12).

Sobre El séptimo sello, Jiménez destaca el tema de la muerte ineluctable: «Desde el mismo momento en el que empieza a rodarse, la película de nuestra vida ha de acabar mal. Haga lo que haga, el protagonista siempre muere. Y el filme, que quizá empezó como una comedia, termina siendo de terror. Para el individuo, contrariamente a lo que dicen las religiones, solo la muerte es eterna» (p. 49-50). Y considera que el film, como todo memento mori, es «una respuesta psicológica de una Europa atenazada espiritualmente por el miedo a morir» y «tiene la virtud de sobreponerse a la angustia de la anticipación» (p. 51).

En el capítulo dedicado a El  manantial de la doncella, Jiménez define el largometraje como «una Caperucita roja con final trágico que ejemplifica los más tremendos axiomas posteriores de Nicolás Maquiavelo», porque el argumento «parte de la inconveniencia de la bondad y la inocencia en un mundo de lobos» (p. 54). Y, como El séptimo sello, insiste en los temas de la inevitabilidad de la muerte y de la inútil búsqueda de un sentido al sufrimiento: «La erección de una iglesia votiva no es sino la súplica de inmortalidad para la hija amada que hacen unos padres a quien se les hace imposible vivir sin ella. Es la restitución de su presencia lo que imploran a Dios» (p. 57).

Finalmente, en el capítulo dedicado al díptico de comedias de Mario Monicelli sobre el caballero Brancaleone, Jiménez establece paralelismos entre los personajes cinematográficos y las figuras de Don Quijote y Sancho Panza, y describe al protagonista como un personaje «afanoso de revivir, aunque sea a título póstumo, las glorias de su linaje», mientras que sus seguidores son «meramente presentistas» que parecen intuir «que no vale la pena correr hacia una meta en forma de ataúd» (p. 61). Brancaleone se enfrenta directamente a la muerte al final de sus andanzas, sin poder evitar que se cobre un súbdito más. La autora reflexiona que Monicelli «debía necesitar el consuelo de la risa como el nutritivo maná que impedía su caquexia existencial» y añade que, «quizás, sus agudas comedias sobre la condición humana no eran más que una huída adelante» (p. 66).